Los mares del Islam

Para que las arenas rojas sepan guardar los secretos

                                                

                                          Para que el amor de un pueblo no se difumine en la noche

 

                                          Para que las aguas rosas invadan el ser

 

Yo por aquí ando… Siguiendo los pasos de mi azaroso destino que me trae por la larga e inextricable Calle de la Amargura… Intentando alcanzarlo, caminar junto a él, pero es imposible, es demasiado veloz, me saca muchos lustros… Por mucho que acelere el ritmo de mi vida, mi mente ya ha barrido con su luz, eones antes, ese terreno, y yo solo puedo humilde y mansamente recoger en mis manos la cosecha que el destino y mi mente sembraron para mí… Tampoco escapó este verano a la ineluctable profecía… Mi mente había sembrado durante muchas noches de vigilia y muchos días de sueño un itinerario perfecto, un recorrido completo: un círculo mágico. Si se pone un compás sobre un mapa, se clava la aguja en el corazón del desierto del Sinaí, se pone el otro extremo en la cima de la pirámide de Keops y se traza un círculo… Ese es el círculo mágico que mi mente trazó otrora y que mi cuerpo ahora iba a tener que materializar… Un ensueño que tendría que sufrir, sentir y vivir en carne propia.

Ya en el avión mi mente tatuaba con la pluma de la duda sobre mi piel estas palabras: «Es extraño que esté sola… ¿Me gustaría viajar con alguien? No lo sé… Sé que me acompañan muchas cosas: los buenos deseos de tantos que me quieren y he dejado tras de mí y mi otro mundo. En ambos encuentro la fuerza para mantenerme alerta y despierta. Por ahora sé que no me esperan pruebas cerca, pero creo que atravesando el desierto pondré a prueba mi cuerpo y su aguante. Tengo que fortalecerlo para que me sirva de vehículo.»

I. Los mares de piedra ocre

Todo empezó cuando el avión descendía lentamente sobre El Cairo. Era de noche y la ciudad era una bella y abigarrada amalgama de luces y colores. Todo eran puntitos en la noche. Puntitos y más allá de ellos, la nada, una infinita y negrísima oscuridad.

En el aeropuerto sentí renacer en mi interior una inmensa alegría… Si existe alguna lengua en este planeta cuyo mero arrullo me haga vibrar… es el árabe…

Sin embargo, mi éxtasis duró poco. Nada más salir por las puertas del edificio me vi envuelta por una muchedumbre de seres humanos que discurrían como pequeñas gotas de una violenta tromba de agua. Me sentí ínfima … y perdida. Había gente que buscaba a otra y en sus ojos se leía la angustia de la búsqueda, otros intentaban venderte los servicios de sus taxis a precios exorbitantes, gritando para atraer la atención, luchando por ser los primeros en caer sobre las tiernas presas, sobre los incautos turistas. Cerré los ojos y avancé. Logré atravesar la marabunta sin haber atraído la atención de ningún captor de incautos. Respiré. Entonces se me acercó un señor y me dijo: «Taxi?». «Bikam?». «Jamsin«. «La. Talatin au la shai«. «Mashi» o lo que es lo mismo: «¿Taxi? ¿Por cuánto? Cincuenta. Treinta o nada. Vale». Y allá que nos fuimos… Al pobre coche le debían doler tanto los años que no pudo evitar emitir un lastimero quejido cuando nos subimos a él… Le crujieron las entrañas.

Me hizo falta una escasa media hora para percibir con total nitidez la esencia de Al Kahira (El Cairo). Esencia que se puede resumir en polvo, árboles, policía y claxonazos… Todo edificio, todo vehículo y todo lugar están recubiertos de ese arenoso polvo del desierto que les confiere su indescriptible toque… La ciudad, aunque parezca mentira, está llena de árboles enormes y preciosos en las islas del Nilo y en muchas calles y callejas… Policía la hay por todas partes o bien la de blanco de tráfico o la de marrón y verde de los controles o la de azul que se encarga de la custodia de edificios y embajadas… Y los claxonazos se escuchan miles en todo instante y de todo vehículo, pues lo usan para paliar los efectos de esa pereza que les agarrota los dedos y les impide tocar los mandos de los intermitentes. En Cairo el claxon hace las veces de piloto, de intermitente, de luz de freno… Como dios, está en todas partes.

La primera maravilla que vi en el Cairo al día siguiente fue El Museo, poco cuidado, con las piezas mal expuestas… pero genial, inefablemente hermoso, con tales tesoros entre sus paredes que bien podría creerse una en otra época y en otro lugar. Navegar por sus salas era como surcar sobre la Barca de la Vida los Reinos del Más Allá. Era un viaje al corazón de la belleza a través de la mágica y rica simbología Hermética…

En sus salas se hallaba plasmada toda la historia del Antiguo Egipto dividida según la periodificación que hacia el 300 a.e.c. hiciera el historiador egipcio Manetón en la que se agrupan las treinta y una dinastías en cuatro períodos (protodinástico, Imperio Antiguo, Medio y Nuevo).

Aunque yo personalmente me atrevo a dudar de la veracidad de esta periodificación, pues Manatón afirma que antes del inicio de las dinastías hubo un reinado de los dioses que duró 13.900 años, seguido de un período de 11.000 años regido por los semidioses, no para de abrumarme el que los historiadores modernos otrora tan apegados al cientifismo comprobador puedan aceptar y perpetuar una epopeya egipcia como base de la historia y tomen la clasificación que Manatón hace de las dinastías como base para sus teorías y relatos históricos. Y puesto que lo hacen, ¿por qué no se plantean quienes eran los dioses y semidioses que rigieron antes y tratan de explicarnos qué fue de ellos?

Del período protodinástico, que abarca las dos primeras dinastías y se remonta en el tiempo a hace casi seismil años, destacaba el orgullo y la deferencia con que diversas estatuas presentaban a Menes, el también llamado Narmer, unificador del Alto y Bajo Egipto. De su cuerpo que según las reglas escultóricas aplicables a los faraones había de tener formas perfectas emanaba una armonía completa. ¡Con qué dignidad ceñía la corona de ambos reinos el primer faraón de la historia del Gran Egipto!

Si en algún momento de la historia de Egipto pudiera pensarse que los que lo regían no eran hombres, sino que poseían conocimientos superiores es durante los albores del Imperio Antiguo. Desde Thoser, primer rey de la tercera dinastía hasta Mikerinos, quinto rey de la cuarta dinastía, en el corto lapso de doscientos años, se habían erigido monumentos tan perfectamente orientados y pensados que serían irrepetibles durante todo el resto de la historia de la humanidad. La grandiosidad y perfección de las pirámides que se levantaron en esa época, desde la primera pirámide aún con forma escalonada del faraón Thoser y que se encuentra en Sakkara, hasta las tres joyas de Giza, la Gran Pirámide de Keops, la pirámide de su hijo Kefrén y la de su nieto Mikerinos, no pudieron nunca volver a ser emuladas.

Del Imperio Antiguo, que engloba hasta la undécima dinastía, se conservan en el Museo las cuatro tríadas de Mikerinos en las que aparece en un bajorrelieve en diorita el faraón Mikerinos y, junto a él, a su derecha, Athor, la diosa de la belleza, el amor y la alegría, representada por una serena y sonriente mujer de cuya cabeza salen dos cuernos que mansamente abrazan un disco solar. El tercero en discordia de la tríada aparece a la izquierda de Mikerinos y personifica en cada escultura una región distinta de las diversas del Imperio. Es increíble el pensar que esta hermosa piedra verde, de dureza comparable al granito, podía ser esculpida con tal maestría y precisión en momentos tan remotos de la historia, y que solo en estas antiguas dinastías se conocía el secreto de su tallado, arte que misteriosamente también caería pronto en la incierta Nebulosa del Olvido.

Otra estatua de diorita verde que embelesa y cautiva al que la contempla es la estatua de Kefrén, faraón cuyo nombre significa “Dios del Amanecer”. En esta escultura Kefrén encarna a Osiris; sobre su hierático rostro, sereno e impasible se posa el halcón de Horus; su cuerpo reposa sobre un trono cuyo respaldo son las alas de Isis y cuyo pedestal es la diosa leona Sehmet.

No ha pasado un segundo y ya se escapa la mente en pos de la fantasía hacia el reino de la eternidad para intentar rememorar los infusibles lazos que unen a los dioses de la cosmogonía egipcia. La mente desdibuja en el espacio escenas en las que Osiris, Dios de la Eternidad y Soberano de los Dioses y los Hombres, se casa con Isis, la Diosa Suprema y Madre Divina, naciendo de ambas fuerzas del Bien Horus, el halcón, el Dios del Sol, y Anubis, el chacal, el Juez Último. Pero el equilibrio del Bien nunca es eterno y siempre existe el Mal que contraataca. De ahí que Seth, hermano de Osiris, matara a este, despedazara su cuerpo y dispersara los pedazos por todo Egipto. Isis rebuscó entre las aguas del Nilo y los enormes desiertos tratando de recomponer el cuerpo de Osiris y fue con enorme amor y paciencia que logró insuflar de nuevo la vida en el cuerpo de su bienamado esposo. Desde ese momento Osiris fue para los seres humanos ejemplo y esperanza de la inmortalidad. Aunque el Mal exista, siempre es posible vencerlo y la muerte solo existe para aquellos seres que la aceptan y que no luchan con las invencibles armas del amor y la paciencia por superarla.

Si entrecierras los ojos, al tiempo que giras sobre los talones, observas ante ti otras tres maravillas, representaciones esta vez del pueblo llano. A un lado la estatua de madera de sicomoro del alcalde del pueblo (Shij Albalad), toda una obra de ensamblaje primitivo, con piedras preciosas por ojos que se clavan en una y te persiguen por toda la sala. En medio, los mismos ojos escrutiñadores del escriba sentado. Al otro lado, una obra en escayola de un matrimonio en el que él, Rajotek, aparece con la tez curtida por el sol luciendo la primera representación en la historia de un bigote, mientras que ella, Nefret, muestra una tez alba, inmaculada, consecuencia directa de su vida hogareña. ¡Qué injusto que siempre hayamos estado las mujeres relegadas a un recinto tan pequeño como es un hogar, cuando el mundo es tan grande y tan hermoso, hay tantas cosas por ver y descubrir y tantos pequeños granitos que aún podemos como mujeres aportarle a este maltrecho planeta! ¡Si alguien nos hubiera escuchado antes!

Si del Imperio Intermedio apenas existen vestigios de una grandeza, el Imperio Nuevo irrumpe de nuevo con fuerza y magnificencia. Este Imperio Nuevo supone un paréntesis de esplendor, de la dinastía decimoctava a la vigésima, tras el cual se inicia la inexorable decadencia.

Hablando de mujeres, fue en la decimoctava dinastía en la que reinó Hatsepsut, gobernando con los poderes de un faraón. Pero esta gran mujer, cuyas magníficas esculturas se muestran en El Museo, tuvo que adoptar los atributos masculinos e incluso usar siempre el pronombre masculino «f» para que se la tomara en serio. A su muerte, era tal el odio acumulado hacia ella por su sobrino e hijastro Tutmosis III, quizás por la bajeza que suponía el que su predecesora hubiera sido alguien del «sexo infame» que la borró de todas las inscripciones, lo que según las creencias egipcias equivalía a cerrarle a una las puertas de la eternidad. ¡Incluso las pocas que reinaron no pasaron a la posteridad! ¡Qué futuro!

Con la siguiente sala llega otro capítulo aislado de la historia egipcia. Es la sala dedicada a Amenofis IV. Que ¿quién era? A ver, otra pista, también se le conocía por el nombre de Akenatón. Sí, exacto, fue aquel faraón maravilloso que reformó la religión de Egipto, adoptando el culto a Atón como Dios único y que Mika Waltari presentara en su delicioso libro «Sinué el egipcio«. Un hombre que rompe con las estructuras sociales vigentes, en que la casta sacerdotal como intermediaria entre los dioses y los hombres tenía un papel preponderante y dice que no existen intermediarios. Solo él y su ejemplo conducen a Dios. El ejemplo de una vida en la que la Verdad es la consigna, siendo su símbolo la pluma de la verdad. Verdad que en el arte se plasma en un esmerado realismo, donde incluso los defectos físicos de un faraón pueden ser plasmados con tal de que se correspondan con la realidad. En sus representaciones existe una cierta aura que une a Akenatón con su amada Nefertiti, emanando de la unión de ambos el Anj o Llave de la Vida. Una interpretación sería, tal vez, que el único Dios verdadero, el que confiere la Vida Eterna, solo podemos alcanzarlo, encarnarlo, a través de un Amor único y verdadero.

Si el Museo tiene dos plantas, imagina qué grande tiene que ser el tesoro de un pequeño faraón que apenas reinó dos décadas para ocupar casi por completo toda la planta de arriba. Se trata del tesoro encontrado en la tumba de Tutankamon. La aparente contradicción entre su insignificancia como faraón y la grandeza de las maravillas encontradas se explica, como pasa siempre con estas cosas, por una azarosa jugarreta del destino. Resulta que a Ramsés II, el gran faraón de la dinastía decimonovena que logró someter a los hititas, lo enterraron también en el Valle de los Reyes, con tanta fortuna que situaron su exultante tumba sobre otra más antigua de un pequeño e insignificante faraón, a saber, Tutankamon.

De entre todas las Tumbas de ese Valle la historia y el tiempo fueron dando muestras de su implacabilidad y el hurto fue dejando fidedigna constancia de lo arraigado que está en el ser humano desde el inicio de los tiempos. De ahí que cuando llegó este siglo ya todas las tumbas habían sido saqueadas y presentaban un aspecto la mar de limpio. Cuando en 1922 el arqueólogo británico Howard Carter limpiaba uno de los laterales de aquella gran tumba de Ramsés II, descubrió «por casualidad» un escalón. Lo que se encontraba debajo de aquel escalón sirvió para dejar boquiabierto al mundo entero.

La tumba parecía un rompecabezas. Primeramente, había cuatro capillas de madera recubiertas de oro, introducidas una dentro de la otra. Dentro de la menor había cuatro sarcófagos, el menor de los cuales contenía el cuerpo embalsamado del faraón. Y junto a él, los cuatro vasos canopes con forma a su vez de minisarcófagos con distintas inscripciones, en los que se conservaban el hígado, los pulmones, el estómago y los intestinos del difunto.

Rodeando la capilla se puede percibir aún en un daguerrotipo de la época como se amontonaban cientos de objetos; desde carros de combate, a ropas, pasando por camas, sillas, jarras y demás utensilios de cocina, especieros, semillas, que plantadas hoy día aún germinan, 365 estatuitas para servir una cada día al rey, iconos de las deidades, entre ellas un precioso Anubis y, miles de joyas. En resumen, todo aquello que sus coetáneos consideraron necesario para que el faraón fallecido lograra atravesar el Mar de los Juicios hasta la orilla de la Vida Eterna. Si tanta maravilla junta era para un pequeño rey, resulta difícilmente concebible todo lo que se prepararía para un gran faraón. ¿A dónde ha ido a parar el trabajo de tantos artesanos que amorosamente moldearon con sus manos tales maravillas? Sudor perdido en vano. ¿Dónde han ido a parar esos tesoros? Triste enigma del pasado.

Cerca de la salida quedaba aún una sala. Había que pagar aparte la entrada, pero como me dijeron que merecía la pena, entré. ¡Maldita la hora que lo hice! En aquella sala se encontraban los cadáveres momificados de once faraones y dos reinas. Las expresiones de sus caras son como lastimeras muecas de dolor con las que maldicen al mundo por la profanación de que han sido objeto. ¡Qué bajo ha caído el ser humano cuando, en lugar de venerar a sus gloriosos antepasados, muestra sus restos más sagrados como si de un mercadillo de segunda mano se tratara!…

Gracias al cielo este último regusto amargo se desvaneció rápidamente al llegar a la puerta de salida, volver a tomar una última inhalación del mágico ambiente y tornar a acariciar con un rápido aleteo ocular las joyas más preciadas. Salir de El Museo al mediodía bajo el abrasador sol norteafricano fue como un viaje de vuelta en el tiempo a la velocidad de la luz. Todos esos faraones que había recreado con mi mente y con cuya opulencia había dejado acariciar mis sentidos se volvían de repente fantasmas traslúcidos que se elevaban veloces por encima de mi cabeza para volver a la oscuridad y protección de aquellas salas. Me abandonaban con un guiño de complicidad con el que querían decirme que no me preocupara, que volverían a mí en la oscuridad de mis noches, habitarían mis sueños, y me mostrarían, ahora que ya nos conocíamos, en secreto y con mucho cuidado, la verdadera dimensión de sus misterios.

Esa misma tarde me vi ante un misterio aún mayor que el de las esculturas que había visto aquella mañana. Un misterio que en mis noches va desvelando con su habitual dulzura el bueno de Anubis. Me refiero, claro está, a las pirámides de Giza.

Para llegar a ellas desde El Museo, que está en pleno centro a orillas del Nilo, una ha de atravesar el Nilo hacia el poniente y avanzar hacia el sureste, surcando la jungla de cemento que es El Cairo, dejando tras de sí barrios enteros de casas multiformes, todas ellas con el polvo viejo como denominador común, cruzándose con miles de coches cargados hasta los topes de seres humanos… hasta llegar a un punto donde la ciudad termina de forma abrupta y a medio metro empieza majestuoso el desierto.

Un desierto que tiene como guardián a un ser muy especial: al Padre del Miedo (Abu Alhul), el nombre que los árabes han dado a la esfinge de Giza. Esta esfinge parece salida de un cuento de hadas, plantada ahí en medio de un inmenso mar de arena dorada, cómodamente recostada sobre su gigantesco cuerpo de león. Es portadora de una máscara que reproduce la cabeza del rey Kefrén, tras la cual se esconden, si uno se fija bien y deja que la intuición escudriñe, dos ojos avizores que radiografían día y noche el infinito en busca de peligros que puedan acechar los tesoros que este buen custodio guarda, a saber, las Pirámides. Estas se extienden tras la estela de la esfinge, en línea diagonal y de mayor a menor. Primero Keops, luego Kefrén y luego Mikerinos. Parece como si los faraones hubieran pensado que del desierto no podía venir ningún mal y hubieran erigido desierto adentro sus pirámides, sabiendo que cualquier amenaza que viniera del río iba a ser sabiamente desviada por Abu Alhul.

Aunque existen varias pirámides en Egipto y en otros puntos del mundo, ninguna puede emular la magnificencia de la Gran Pirámide de Keops. Estando a sus pies una se siente ínfima, chiquitina, chiquitín, cual granito de arena al lado de un gran sol; pues verdaderamente Keops luce como un sol. No sólo por la impresionante altura que alcanza, sino por su enorme tamaño.

Cuenta la leyenda, leyenda que, aunque reproducida en los libros de historia como fidedigna, es poco de fiar,  se construyó levantando sucesivas plataformas de arena y rodando por ellas sobre troncos los bloques monolíticos de toneladas de peso. ¡No se pararon a pensar que como la Pirámide está al lado de la desembocadura del Nilo, para construir la vertiente norte habría sido necesario construir parte de la plataforma en medio del mar! Resulta también abrumador imaginar cómo transportaron esos bloques de piedra, cortados con tal precisión que encajan a la perfección uno sobre otro, desde las canteras situadas a miles de kilómetros Nilo arriba. Ciertamente es duro creer que esto fue erigido por seres que aún vivían en la edad de bronce.

Aventurarse al interior de la pirámide es una dura experiencia. La subida se inicia por un pasillo de un metro escaso de altura y con una enorme inclinación, casi sin luz, ni ventilación y por el que se ha de avanzar a toda leche (pues según el guía es mejor). Aunque el pasillo no creo que tenga más de cincuenta metros, juro que se convierten en los cincuenta metros más agobiantes de la vida de una. El pasillo desemboca en la gran galería, igual de inclinada y de oscura, pero cuyo techo es infinitamente alto (o no llegan, o se pasan). Al final de la galería, que mide otros cincuenta metros, se halla la cámara del rey, y en ella… ¡¡¡Chantatachán!!! Nada. Un sarcófago de piedra vacío y la nada. Fue una de estas pirámides que los cleptómanos del pasado se encargaron de visitar.

Volviendo de Giza, crucé de nuevo el Nilo. ¡Qué hermosos es! Más que río parece un mar en miniatura. En medio del cauce hay dos islas como pequeños bastiones que quisieran detener el fluir de las aguas para que los y las cairotas pudieran, sentándose a sus orillas, regalarse la vista con tan hermoso espectáculo. Aunque el hecho de ser dos pudiera lejanamente recordar a las islas parisinas sobre el Sena, aquí la Escultora del Mundo decidió tirar la casa por la ventana, explayarse a sus anchas y olvidar los conceptos preestablecidos. Creó un río tan grande que desde una orilla no se puede divisar la otra y dos islas tan enormes que paseando por ellas podrías creerte en tierra de la más firme.

Andando, andando, ahora ya por tierra firme de la buena, mis pies me llevaron a «Jan el Jalili«, el núcleo urbano de la época islámica y que hoy es un barrio popular. Primero paseé por las callejuelas acondicionadas para las compras de turistas y me senté en uno de esos encantadores cafés al aire libre. ¡Cómo describir las gentes! Las miradas penetrantes de los hombres; las acusaciones mudas de las mujeres veladas hacia aquellas que se atreven a ir descubiertas… y, peor aún, que osan teñirse de rubio; los niños vendedores ambulantes de todo lo vendible (pañuelos de papel, suras del Corán… ); la mujer que recoge por las mesas los cacahuetes que otros dejan; un abuelito con su armónica y una caja maltrecha vendiendo cerillas; la shisha, esa cantarina pipa de agua, que solo el hombre puede fumar y, en cierto modo, con cada bocanada, le refuerza en su rol prepotente. Todo ello aderezado con la magia del incienso que pasan balanceando quemadores ambulantes, del jazmín que pasan vendiendo en olorosos collares, de los mangos que rebosan todos los tenderetes y de ese dulce aroma de hierbabuena fresca (naana) que echan al té.

Decidí ir en búsqueda de la parte de las antiguas murallas que sabía que aún estaban en pie. Aún se conservaban dos enormes puertas de entrada a la ciudad con sus torreones de piedra unidas por un trozo de muro. Sin embargo, lo que me impresionó fueron no tanto las murallas, sino la zona que tuve que atravesar para llegar hasta ahí. Fuera ya de la parte arregladita del barrio, las calles parecían verdaderas filigranas de equilibrio de opuestos; junto a fachadas preciosas de mansiones medievales con celosías de madera minuciosamente trabajadas había chabolas ruinosas y, junto a ellas, antiguas mezquitas o escuelas coránicas con sus orgullosos y bellos minaretes. Y ¡cuánta pobreza vi!… Niños descalzos, mutilados, seres que estaban al borde de la miseria… Pero ¡cuántas sonrisas maravillosas me mandaron! ¡cuánta alegría y cuantas ganas de vivir!… En lugares así se da una cuenta de que la felicidad nace de dentro, de muy adentro, y de que por muy llena de penurias que esté su vida o por muy sucias que puedan estar sus calles aún conservan la habilidad de hacer fluir por sus seres esa felicidad hasta que toma el molde de una sonrisa…

 

II. Los mares de roca roja

Ahora imagina que el pulso se adormece y que el compás gira. Una va siendo transportada (en mi caso en autobús público) por encima de las aguas que forman el inmenso estuario del Nilo, más allá del canal de Suez hacia el corazón del desierto del Sinaí. Para que te hagas una idea de cómo es este desierto, piensa en un rectángulo bicolor cuya mitad noroccidental son dunas de tierra amarilla y cuya otra mitad son enormes montañas de tierra roja. Creo que lo más impresionante de este desierto son sus contrastes. De ir por una carretera en la que a un lado se extiende una masa azul-verdosa de agua pacífica y reverberante y al otro una masa ocre de arena solitaria se pasa de repente entre las faldas de altísimas montañas de caliza roja que surgen violentamente de la nada y se esfuerzan por alcanzar el cielo. Y se produce uno de esos momentos en que la belleza del entorno enmudece la mente y libera de sus ataduras al corazón.

En el siglo sexto unos monjes ortodoxos griegos decidieron construir a los pies del histórico Monté Sinaí un monasterio al que llamaron Santa Katerina. Con los siglos los mojes fueron pacientemente excavando en la roca los tres mil ochocientos peldaños que llevan a la cima. Aún hoy, la treintena escasa de monjes que siguen habitando ese monasterio fortificado representa la única señal de vida humana en muchos kilómetros a la redonda.

Dejé mi pesado mochilón en el monasterio y empecé la ascensión. Hay dos opciones: o bien se sube por las escaleras, lo cual es más directo, pero al mismo tiempo más agotador, o bien se toma un caminito que bordea la montaña y sube en zigzag por su vertiente oriental, lo cual es más largo, pero más accesible. ¿Qué hice? Claro está, lo segundo. Me habían dicho que la escalada duraba unas cuatro horas y como quería ver la puesta de sol desde la cima, decidí, a pesar del ardiente sol del mediodía, empezar la escalada después de comer.

Ahí me ves, subiendo, sofocada por el denso aire que llenaba el valle y por el abrasador sol que jugaba a reflejarse en las rocas. Yo era un punto diminuto y solitario en medio de la majestuosidad de los montes circundantes; un puntito móvil en medio de ese estático mar de piedra bermeja. A medida que iba dejando tras de mí recovecos del camino e iba subiendo, notaba como el aire era cada vez más ligero, más fresco. Mi alma se iba sintiendo cada vez más llena de un inefable sentimiento de libertad. Una alegría sin nombre se había adueñado de mi acelerado corazón. Cada latido parecía querer animarme a que no desfalleciera y repicaba contra mi sien un estridente: «Ya casi, ya casi, ya casi». O bien ya casi llegaba o ya casi la palmaba, con lo cual el repiqueteo llevaba toda la razón del mundo.

El camino llegaba a un punto donde atravesaba una estrecha garganta, pasaba a la vertiente norte del monte y enlazaba con las escaleras. ¡Ya sólo quedaban setecientas por subir! Sin embargo, del dicho al hecho hay un buen trecho y, aunque parece una minucia, así dicho, me costó dios y ayuda subir los casi mil peldaños. Creí que no llegaba, pero al fin llegué. ¡¡¡Uf!!! Llegué y de lo hermoso que era el paisaje que me rodeaba, creo que no tardé ni una milésima de segundo en olvidar todos mis males. Mirara donde mirara una, la vista se perdía por encima de cadenas infinitas de montañas que en la luz vespertina tomaban lentamente un tinte carmesí.

Llegué aún a tiempo para descansar antes de ver ponerse el sol… Arriba éramos cuatro gatos, con lo cual nos presentamos y nos sentamos en círculo. Yo traía un melón (hay que ser optimista para subir con un melón a una montaña de dos mil ochocientos metros), unos alemanes pan, queso salado y pepinos, y un francés galletas, así que entre todos compartimos y salió una cena perfecta.

Ver la puesta de sol fue algo muy bello. El sepulcral silencio reinante suministraba al alma la paz suficiente como para poder poner toda su energía en despedir al sol que nos dejaba. Un sol que con sus últimos rayos iba acariciando tiernamente las cimas de las montañas y cual varita mágica las iba convirtiendo en azules, para pasar luego lentamente a un violeta oscuro que poco a poco iba volviendo borrosos los contornos hasta difuminarlos en el negro de la noche.

Dormir ya fue otra cosa. Un beduino que tenía una pequeña tiendecita de té cerca de la cima me dejó unas mantas. Convencí a mis compañeros de cena para que me hicieran de protectores laterales y allá nos echamos, sobre las duras rocas. Con un francés a un lado y dos alemanes al otro, bien protegida por la flor y nata de la Unión Europea, miré al cielo. Ya que no creía que fuera a poder dormir del frío que hacía, como de hecho sucedió, decidí recrearme la vista. El cielo estaba tan claro que se podían ver hasta las entrañas del universo. Por primera vez en mi vida pude observar con toda nitidez la Vía Láctea… como una preciosa nube. A ratitos les daba a las estrellas el siroco y parecía que se hubieran vuelto locas, entonces empezaban a caer y no me daba tiempo a pedir deseos a la velocidad con que mis ojos las captaban.

A eso de las cuatro de la mañana empezó a llegar gente. Se veían las lucecitas de las linternas zigzaguear en el negro aire de la noche, al tiempo que se oían todo tipo de idiomas… hasta había un grupo de coreanos que estuvo cantando, rezando y haciendo penitencia colectiva un buen ratazo. Con este «angelical despertar» me dispuse a ver salir el sol. Cuál no sería mi espanto cuando miré en derredor y vi la marabunta humana que me circundaba. Parecía como si las gatas de la noche anterior hubieran parido. En estas condiciones, teniendo que pelearse por un trocito de roca sobre el que recostar las asentaderas, por muy hermoso que fuera el amanecer, no tuvo la magia del atardecer anterior. Era gracioso, cientos de dedos apoyados sobre el disparador de las cámaras para captar un instante que ocurre todos los días, pero que generalmente ignoramos.

Esta vez bajé por el atajillo. «Corto», pero intenso. Tras ello aún pasé medio día que me temblaban las piernas de tanta escalera. Tras visitar el monasterio por dentro, cogí junto con otros guiris un taxi compartido hasta el Golfo de Aqaba. Me senté delante y vine todo el camino hablado con Sayed, el conductor, un chico beduino de bellos rasgos, cuya tez, muy tostada por el inclemente sol del desierto, tenía el brillo del dátil maduro. Íbamos surcando el valle que dejan las altas montañas del Sinaí, con sus fascinantes formas y tamaños: piedras granates precedidas por un mar de arena; enormes bloques de piedras ocre caliza erosionada por el viento. Avanzamos un tramo rodeados de palmeras salvajes con cinco y seis brazos muchas de ellas… hasta que, de repente, salías de una curva y se divisaba el mar.

 

III. En torno al Mar de Aqaba

El Golfo de Aqaba con sus cristalinas aguas tiene una magia especial. Imagínate dos altísimas cordilleras en forma de ojo abierto. Tanto el párpado superior como el inferior son enormes montañas rojas. Arriba mitad con bandera saudí y mitad con jordana, abajo toda ella egipcia. Entre ellos se encuentra un precioso charco de lágrimas. Un charco cuyo color cambia a lo largo del día: de un azul grisáceo al amanecer, pasa a un azul verdoso al mediodía y a un azul rosáceo al atardecer.

Es precisamente en el crepúsculo cuando los espíritus que dan su tinte a las montañas bajan a bañarse al mar y lo invaden de tal forma que parece que una se encuentra ante un inmenso Mar Rojo; y precisamente es hacia este mar hacia el que fluyen las tranquilas aguas aqabenses por el rabillo del ojo.

La legaña de este Mar de Aqaba es Eilat, los tres kilómetros de costa que debieran pertenecer a Palestina y que están en manos israelíes desde la Guerra de los Seis Días.

Es curioso, en principio, la idea con la que partí de España era el ir directamente de El Cairo a Nueiba y coger el ferry. Sin embargo, durante lo que llevaba de camino había ido conociendo a muchos viajeros solitarios como yo que contaban sus experiencias y aventuras y todos coincidían en la inigualable belleza de las playas del mar rojo y de los tesoros que escondían las entrañas de ese mar. De ahí que decidiera ralentizar mi viaje e intentar corroborar con mi experiencia esos relatos.

Por el camino hacia Nueiba, cuando ya había tomado más confianza con Sayed, le comenté mi idea y le mencioné los nombres de las playas que me habían recomendado. Me miró furtivamente mientras proseguía su veloz conducción y me dijo que esas playas que me habían dicho eran para turistas y me propuso enseñarme otro lugar. Como no tenía nada que perder, acepté.

El taxi llegó a Nueiba, la ciudad porteña egipcia desde la que salen los ferris hacia el puerto jordano de Aqaba. El apelativo de ciudad le queda grande, pues no es más que un conjunto de barecillos y casuchas otrora encaladas de blanco, pero que con el tiempo se han ido empapando de la grasa del entorno. Tras dejar a los tres franceses que nos acompañaban seguí, ahora ya de nuevo en solitario, mi periplo.

Sayed me llevó a Naguema, un minúsculo enclave con algunas chocitas de caña y hojas de palmera y con una playa paradisíaca. Unas chicas israelíes que tenían alquilada una de las chocitas me prestaron unas gafas de bucear y ¡al agua patas! A pocos metros de la orilla ya se veían formaciones de corales. Nunca los había observado de tan cerca. En la traslúcida atmósfera submarina los corales parecían arbolitos de ficción. Estaban envueltos por una suave capa azul que confería a sus colores un toque especial de irrealidad. Algunos, de un rojo fuerte, parecían ocupar un lugar privilegiado, mientras que aquellos rosas o blanquecinos daban la impresión de ser más débiles, más susceptibles de ser heridos. Y todos juntos formaban un extenso bosque cargado de un mudo equilibrio.

Esa tarde, cuando mis miembros se habían recargado con la fuerza revitalizadora del mar, decidí continuar mi camino. En Naguema corrían rumores de que ya era posible pasar de Eilat a Aqaba, que el nuevo puesto fronterizo ya había sido inaugurado. Aunque intenté comprobar la veracidad de estos comentarios, nadie pudo desmentirlos, ni afirmarlos, así es que decidí corroborarlo por mí misma.

Salí a la carretera a buscar algún medio de locomoción y por casualidades de la vida apareció Sayed con el coche nuevamente cargado de turistas. Me dijo que los llevaba a Taba. Le pregunté si le importaba llevarme a mí también y volví a montar en el entrañable y desvencijado taxi.

La carretera pasa junto al mar, lo va bordeando. Un agua azul, cristalina, limpísima, trasparente y montañas enormes a ambos lados. Cada vez que la carretera hace un recodo entre montañas y volvemos a enfilar el mar me parece como si fuéramos a perdernos entre sus olas.

Llegamos a Taba. Hablando de Taba y para que te sitúes, ¿Te acuerdas que antes te dije no sin cierta ironía que el golfo de Aqaba termina en una legaña israelí que es la ciudad de Eilat? Pues bien, sus dos bastiones custodios son Taba en Egipto y Aqaba en Jordania. En diez kilómetros escasos de costa se encuentran tres ciudades pertenecientes a tres países distintos entre los cuales la convivencia no ha sido excesivamente sencilla a lo largo de los años.

En Taba, que no tiene más que dos docenas de casas, un par de hoteles y otros tantos en construcción, Sayed me llevó directamente a la frontera. Pregunté a los policías egipcios si ya se podía pasar de Israel a Jordania, pero no supieron decirme, así que les pedí que me dejaran pasar hasta el puesto israelí sin sellarme el pasaporte y que enseguida volvía. Me miraron algo confusos, pero les supliqué con un tono tan lastimero que me dejaron pasar.

A unos cincuenta metros se encontraba el puesto fronterizo israelí. Había que cambiar de registro: no más árabe, ahora inglés. El soldado de turno ya me iba a coger el pasaporte de las manos para sellarlo, cuando le dije que no. «He venido solo a preguntarle una cosa». Levantó la cabeza y me miró perplejo. «Si entro por aquí a Israel, ¿puedo luego pasar a Jordania?». «No». «Y no puedo aunque sea hacer a pie los tres kilómetros que me separan de Aqaba y entrar». Esta vez el hombrecillo parecía bastante irritado. «Que no». «Bueno, no se enfade. Gracias. Adiós». Y me fui por donde había venido, ante la mirada alucinada del colega. No sería hasta unos días más tarde, cuando yo ya me encontraba en Amán, que abrieron el famoso paso fronterizo Aqaba-Eilat. Llegué cinco días demasiado pronto.

Estaba atardeciendo. Me encontraba en Taba. Para poder llegar a Jordania no me quedaba más remedio que desandar el camino recorrido y regresar a Nueiba para coger el ferri. Pero sólo salía uno al día y lo hacía a media tarde. Ya no llegaba a tiempo de cogerlo. ¿Qué hacer? Fui hasta donde me había dejado Sayed y para mi alegría aún estaba ahí. Le expliqué mi situación y me ofreció pasar la noche junto a un palmeral, al lado de la playa, donde por lo visto solían quedarse él y unos amigos siempre que les tocaba hacer noche en las cercanías de Taba. Como más vale malo conocido que bueno por conocer…

Camino del palmeral le convencí para que parara al lado de un lugar que me había llamado mucho la atención cuando habíamos pasado la otra vez. Se trataba de una preciosa isla en medio del mar, toda amurallada, con lagos naturales dentro de las murallas, y en cuya cima se erigía la majestuosa fortaleza de Salah al Din (Saladino), levantada en el siglo XI como bastión contra los cruzados. Con esa luz azul-rosada del atardecer parecía el castillo del príncipe de un cuento de hadas.

Sayed me dejó en la playa junto al palmeral. Me dijo que iba a poner gasolina, a comprar algo de comida y que enseguida volvía. «No te muevas de aquí». Y allá que se fue. Me senté en la arena, junto al mar y me puse a observar cómo los espíritus del atardecer jugaban a pintar las aguas. Pasaba el tiempo, iba oscureciendo, y Sayed no volvía. Entonces me di cuenta de que había olvidado la mochila en su coche. Como no tenía ni idea de dónde estaba, lo más sensato era esperar. Y así hice. Intenté relajarme y expulsar de mi mente todos esos pensamientos de miedo y de preocupación que luchaban por conquistar mi castillo interior. Pedí ayuda al mar y me calmé.

De repente vi que en la lejanía junto a la orilla alguien se movía en dirección mía. Me habría encantado que en ese momento hubieran bajado los ángeles del cielo y me hubieran sacado de ahí, o que se hubiese abierto la tierra y me hubiera tragado. La figura humana se acercaba. Lentamente. Muy lentamente. Poco a poco iba pudiendo distinguir sus rasgos. Se trataba de un hombre de mediana edad y por su apariencia diría que beduino. Creo que el pobre estaba todavía más sorprendido que yo de ver en medio de la nada a una turista extraviada.

Se acercó muy amablemente y dibujó en su cara una sonrisa como para deshacer el hielo de un primer encuentro. Más que ver su sonrisa, la intuí, pues cada vez estaba más oscuro. «Ahlín». «Ahlan». Su hola y mi hola. Se presentó: era beduino y pescador, y estaba en la orilla pescando con unos amigos. Yo le conté quien era y le dije que estaba esperando al taxista que había ido a poner gasolina. «¿Arab o bedui?». Respondí que beduino. «Entonces volverá». De todas formas me dijo que si quería, podía ir allí a sentarme con ellos pues tenían té y comida. Se lo agradecí y quedé en que, si no venía Sayed, me acercaría. Cuando se iba me dijo, como quien no quiere la cosa, que el taxista no había tomado la dirección de la gasolinera, sino la opuesta. ¡Sospechoso! Al ratito decidí acercarme y bebí un delicioso té junto a su hoguera.

Cuando al buen rato llegó Sayed, tardé en volver. ¡Hala! ¡Ahora que esperara él! Me preguntó que dónde había estado y le dije que con unos pescadores. «¿Y tú?». «Fui a poner gasolina y a por comida». Silencio. Mejor estarme calladita y no rebuscar, así que me senté en la manta que había extendido junto al mar y cenamos. Al acabar de cenar nos echamos ahí y estuvimos hablando mucho rato. Me dijo que temía a las mujeres y que por eso prefería dormir en el coche. «No te preocupes, yo duermo tajta annuyum» (que quiere decir: bajo las estrellas).

 

Luego no sé cómo hicimos manitas y fue una sensación dulcísima, pero muy extraña. ¿Por qué lo hacía? «¿Vivirías tú en el desierto?» -me preguntaba mi conciencia. «No». «Entonces no juegues»- me reprendía. Pero a veces es difícil no dejarse llevar. A fin de cuentas, nuestras manos lo único que hacían era conversar con sus caricias.

Poco a poco el sueño fue viniendo. Arrullada por el sonido de las olas del mar, por la suave brisa, por el resplandor de las estrellas fugaces que mis cansados ojos lograban percibir cuando tras un esfuerzo supremo lograba entreabrirlos, por las caricias de un hombre del desierto… Arrullada por la noche, me dormí.

Amanecí por mi voz interior antes de que saliera el sol por detrás de las montañas saudíes… Y me senté a la orilla en postura yogui a esperar el Sol… Justo antes de que asomara, Sayed vino por detrás y me tapó los ojos… Se sentó junto a mí. Desayunamos unos mangos y ¡en marcha! Tuve que ponerme una kufia (un velo) durante varios kilómetros, pues había puestos de policía y no estaba permitido que los extranjeros durmieran en la playa. Con velo y a la velocidad del coche, daba el pego.

Una vez en Nueiba busqué infructuosamente la pequeña caseta donde vendían los billetes. Cada indicación que me daban, me llevaba a un lugar distinto. Al final la encontré gracias a un escocés, pero acababan de cerrar. Me senté a esperar en uno de esos maltrechos baretos a la sombra de un techo de palmera que me resguardaba del sol. Después de que me sablearan con el billete, encima en dólares, atravesé de nuevo todo el pueblito hasta llegar al recinto portuario. Todos los pobres árabes hacían colas inhumanas y los guiris, como ministros, pasábamos sin hacer cola. Me enteré de que el ferri saldría con retraso. Si algo necesita una en el mundo árabe, es paciencia.

Me dediqué a indagar cuál era el destino final de los pobres árabes que iban vestidos con harapos y eran tratados con total desprecio por los guardias. Se trataba de egipcios humildes que iban a Arabia Saudí como mano de obra barata. A mi pregunta de por qué no cogían un ferri directo a Arabia, sino que pasaban por Jordania, me respondieron que el ferri a Arabia tardaba cincuenta horas. ¡Pobre gente!

Ya en el ferri realicé todo el trayecto arriba en cubierta, cosa que está prohibida para las mujeres y por lo cual era la única entre una multitud de hombres. Iba apoyada contra la barandilla de poniente y observando el recorrido del sol hasta esconderse tras las montañas egipcias. Azules en la luz del crepúsculo. Venía conmigo Jordi, un arqueólogo submarino gerundense encantador al que acababa de conocer. Al tiempo que me hacía de protector invisible ante las miradas curiosas y reprobatorias de los egipcios, me desvelaba los secretos que había descubierto en sus muchas aventuras submarinas por este bello mar. ¡Por lo visto hay muchos tiburones! Menos mal que no lo supe antes, sino no me baño.

Durante el trayecto conocimos a Muhamed, uno de los marineros de rango del barco, que nos invitó a quedarnos en su casa si íbamos a Amán. Gracias a él vimos el amarre desde un lugar privilegiado, incluidas las maniobras del práctico.

Ya en el puerto pagamos el visado. Curiosamente varía de país a país, mientras que los alemanes pagan un mínimo simbólico, los ingleses tienen que pagar muchísimo. Los españoles en medio, ni un extremo, ni el otro. Luego en la puerta del puerto había una fila larguísima de tíos a los que iban metiendo en camiones, cual reses de ganado; los mismos que mandaban a Arabia Saudí.

Como ya había oscurecido decidimos hacer noche en Aqaba, en un pequeño hotelito del centro. Decidimos ir a pasear, hasta que, vagabundeando por la noche, nuestros pasos nos llevaron a la playa. Había un montón de gente sentada, familias enteras, grupos de jóvenes. Al pasar por al lado de unos chicos nos saludaron y nos sentamos con ellos. Eran la mayoría estudiantes del norte de Jordania. Me pareció una gente maravillosa, muy sensible e interesada por el mundo, con mucha dignidad humana. Aunque compartían lengua con los egipcios, aun así, se diferenciaban. Mientras que muchos egipcios de los que conocí eran incapaces de hablar el árabe clásico correctamente, los jordanos eran perfectamente capaces de hacerlo. Simple y llanamente era un placer conversar con ellos.

A la una de la mañana vino la policía a decirnos con muy buenas maneras que estaba prohibido estar a partir de esa hora en la playa y nos fuimos. Cuando ya estábamos a medio camino, nos alcanzó de nuevo la policía y nos pidió disculpas… Que podíamos ir donde quisiéramos y ellos nos acompañarían para que nadie nos molestara. Agradecimos su diligencia. Tuvimos que insistir en que de verdad estábamos cansados y queríamos ir a dormir, para que se quedaran tranquilos y se les fueran los remordimientos de conciencia. Yo concilié un dulce sueño mecida por la idea de ¡qué hermosa era Jordania! La lengua más bonita…  Los hombres más guapos… y la gente más culta. Y eso que aún me quedaban por descubrir todos los maravillosos enclaves secretos de este nuevo país.

 

IV. Petra

A la mañana siguiente partimos para Petra. Todo un busito para cinco personas: Jordi, tres franceses y yo. El paisaje era más apagado que el del Sinaí. A ambos lados había montañas de un color rojiblanco y ocre, poco escarpadas, más pedregosas y con algún matorralín desperdigado. Las casas de los pueblecitos por los que pasábamos se parecían bastante a las de Túnez, cuadradas, bien de piedra o de cemento y generalmente pintadas de blanco.

Llegamos a Wadi Musa y buscamos directamente un hotel. Regateando conseguí que nos hicieran un superprecio; los cuatro chicos en una habitación y yo en otra solita. Dejamos los mochilones y nos bajaron con un minibus del hotel hasta la entrada de las ruinas de la ciudad de Petra.

Empezamos a andar. Al principio había un descampado enorme lleno de caballos y burros… Parecía que fueran a venir miles de turistas (cosa que por suerte no fue así… o tal vez sí; pero aquello es tan grande que jamás se tiene sensación de hacinamiento).

Pasado el descampado, se entraba por la boca del desfiladero. Yo con cada paso alucinaba más… siempre había querido ir a Petra, pero jamás me la había imaginado tan hermosa como era en realidad… Ese desfiladero grandioso, imponente, cada vez más estrecho que se iba cerrando sobre una, con las higueras creciendo de forma mágica entre las rocas, rocas con una versatilidad colorista increíble, con tonos que iban desde el negro al blanco, pasando por grises, azules, verdes, rosas, rojos y amarillos.

Sobre todo en el lateral izquierdo del camino aparecían, cada cierto tiempo, pequeños templos cuadrados excavados en la piedra, generalmente con dos columnitas y un dintel simple uniéndolas. Según averigüé a posteriori eran las casas que los nabateos construían para sus dioses. En cada pequeño templo habitaba un dios.

El hermoso desfiladero desembocaba en el Khazneh, el templo de los cuatro colores: rosa claro al amanecer, ocre al mediodía, naranja por la tarde y rosa fuerte al atardecer… ¡Son fascinantes los cambios de colores de las piedras! Parece como si el aire se disfrazara de caleidoscopio y jugara a combinar espejos y objetos para extasiar los sentidos de quien contempla. Este templo había sido enteramente esculpido, cincelado en la roca, columnas, capiteles, dinteles, arquitrabes, frisos, acróteras, tímpanos, todo, absolutamente todo, excavado en la roca, sin una sola añadidura. Lo más sorprendente de todo era el pensar que los nabateos, esa gran civilización semítica que varios siglos antes de Cristo habitaba esta tierra, pudieran poseer la técnica para esculpir tales maravillas en las rocas. Y ¡qué techos! La roca ha hecho en ellos mosaicos naturales de una impresionante riqueza de colorido…

A partir del Khazneh empieza la ciudad. El desfiladero se ensanchaba paulatinamente hasta convertirse en una ancha calle, donde los ojos ya no daban abasto, pues a derecha e izquierda se erigían preciosos templos, tumbas fascinantes, casas, etc. Todo excavado en las laderas de estas montañas. Me pasé el rato recogiendo piedrecitas de colores del suelo, parecía presa de un sortilegio.

La calle iba a desembocar en el anfiteatro romano del segundo siglo de nuestra era cuando Trajano sometió al pueblo nabateo. Tras el anfiteatro venían otra serie de ruinas de templos y mercados romanos. Sinceramente he de reconocer que no me impresionaron. ¿Cómo explicar que de los templos romanos apenas se conserve más que algún muro aislado y que los templos nabateos, muy anteriores, se conserven a la perfección? Y siendo así ¿cómo evitar que el esplendor de los monumentos nabateos me ciegue de tal forma que sea incapaz de poder apreciar ecuánimemente cualquier otra muestra de arte?

Aún quedaba lo más duro. Una ascensión montaña arriba por unos senderos muy escarpados durante varios kilómetros. Decían que al final del sendero, allí arriba, estaba el Monasterio, la más grandiosa de todas las construcciones nabateas. Si así era había que seguir. Al final, llegamos: «Ualhamdulilah» (en cristiano: gracias a dios). El Monasterio era maravilloso. De dimensiones impresionantes, tenía la particularidad de que se podía subir a su cornisa escalando por el lateral de la roca. ¡Qué sensación de plenitud y libertad! ¡Qué gozada poder descansar sobre tan ingente obra! Desde arriba se divisaban allí abajo, a lo lejos, pequeños como cajitas rojas, todos los templos de Petra.

Al bajar quisimos ver las ruinas que nos quedaban… y nos perdimos… estuvimos andando cerca de diez kilómetros hasta llegar a una enorme tienda bereber donde nos ofrecieron a beber té… ¡Qué bueeeno! La pobre señora era viuda y tenía seis hijos. Son curiosas las mujeres bereberes; a muchas les faltan varios dientes y otros son de oro macizo; además llevan la cara completamente tatuada con signos que en teoría tienen el fin de embellecer. Digo en teoría, porque en la práctica choca.

Intentamos preguntar si íbamos bien y nos dijeron que hacía mucho que teníamos que haber cogido una desviación a la izquierda. Al final tras mucho suplicar, logré convencer al hijo mayor para que nos acompañara hasta encontrar el camino de vuelta, pues, aunque me lo explicó tres veces, no lo acabé de entender… Menos mal que vino, si no, nos veo por esos caminejos hasta el Día del Juicio. El susodicho hijo mayor tenía en realidad diecisiete años y se iba a casar al año siguiente. Es alucinante lo tremendamente joven que se casa la gente aquí. Yo ya les empiezo a parecer vieja… y cuando digo que en España la gente se casa con veintiocho o treinta años, ponen cara de espanto.

De vuelta en el Buen Sendero, pasamos junto al Triclinium romano. Tras ello empezó de nuevo la ascensión. En uno de los rellanos se encontraba la famosa Fuente del León que no era ni más (ni menos) que un enorme león esculpido en la roca, como saliendo de ella, al que le entraba el agua por una tubería de la cola y le salía por la boca… en su día. Ahora estaba seca.

Culminando la ascensión se llegaba a una enorme plataforma, la Roca del Sacrificio, sobre la que los sacerdotes nabateos ofrecían animales en sacrificio a sus dioses. Hoy ya no hay sangre, pero sí una espléndida panorámica de todas las montañas que rodean Petra. Desde aquí empezaba un enorme descenso con miles de escaleras y muy empinado ¡Menos mal que bajábamos!

Esa noche mi cuerpo estaba tan baldado y mi alma tan repleta que me sumergí en uno de los sueños más dulces de mi existencia.

A veces pienso que cuando un ser humano desea algo con mucha vehemencia y ocupa su mente y sus sentidos repetidas veces con ese deseo, va tejiendo poco a poco una tela invisible entre él o ella y el objeto de su deseo. Tal vez a eso jugábamos Petra y yo.

A la mañana siguiente quise reemprender mi camino dirección a Amán. Íbamos Jordi y yo en un taxi… [Ahora que lo pienso, no te vayas a creer que tenía una fortuna y por eso podía permitirme el lujo de ir siempre en taxi, es que es la forma más barata de viajar por estas latitudes; es sólo un pelín más caro que el autobús y mucho más cómodo]… A lo que iba, mientras nos llevaban a Maan, para de ahí coger un bus a Amán, el taxista, un chico de mi edad, me preguntó qué es lo que había visto en Petra. «Petra». «¿Solo?». «Pues sí… ¿qué más hay que merezca la pena?». Y soltó una retahíla de nombres. «Ah, pues no, no me suena ninguno». Seguimos hablando de otras cosas. Me propuso que me quedara, me enseñaba la retahíla de sitios y dormía en su casa con su familia.

Desperté al dormilón de Jordi para el que el árabe debía sonar a música celestial, porque siempre sobaba, y le pregunté que él que hacía. «Yo tengo que estar dentro de un par de días en Siria. No puedo quedarme». Aunque está bien tener compañeros de viaje, que le hacen a una más ameno el transitar, como todo en la vida, también son pasajeros. A pesar de que toda despedida es triste, pues el corazón se encariña rápido con la gente que es especialmente entrañable, también son necesarias. Así podemos alimentar en nuestras almas el sueño de un reencuentro. Adiós gerundense. Fins a la propera!

Allá iba yo de nuevo sola ante el peligro surcando las carreteras de Oriente Medio. Said me llevó a Shobak, que junto con Kerak fueron los dos principales fuertes cristianos durante la época de las cruzadas. Aunque menos turístico que Kerak, la fortaleza de Shobak es de gran belleza. De los cinco pisos que tenía en 1115 cuando los franceses la construyeron, solo quedan dos, pues un terremoto destruyó los restantes en el siglo XIII. Aun así, estaba llena de sorpresas. Hay desde salas de prensar vino hasta iglesias y túneles de cincuenta metros que bajaban por el interior de la montaña.

De ahí me llevó a la Abdalía, una zona llena de árboles, que no sé muy bien qué eran, si encinas o robles, pero lo que si estoy segura es de que daban bellotas. Aunque parezca una tontería, sorprende y alegra la vista el encontrar un bosque en medio de estas áridas montañas. Ya de vuelta a Petra pasamos por Baida, la Blanca. El mismo tipo de casas y templos que había en Petra excavados en la roca, pero esta vez la roca era blanca, de un blanco intenso, a veces con vetas verdosas y ocres. También impresionante y bellísimo.

Fuimos a su casa. Su mujer, Ibitisam o traducido Sonrisa, de veinte años, tenía ya dos niñas. A mí, me resultó chocante el que una niña pudiera ser mamá de otras. Nos sentamos a comer y me dieron un sabroso arroz con especias… Y estuvimos hablando hasta muy entrada la noche…

Lentamente sus palabras fueron convirtiéndose en una nana de fondo hasta confundirse con el rumor del viento del desierto… Ese vendaval de arena me había atrapado entre sus maleables brazos y me arrancaba de ahí. Me sacaban por la fuerza de un lugar demasiado bello como para que lo hubiese abandonado motu proprio

 

V. En torno al Mar Muerto

Deja caer tus párpados suavemente y relaja tu mente. Activa tu subconsciente. Rememora aquellos tiempos pasados en que la humanidad éramos unas poquitas tribus. Recuerda junto a qué mar jugábamos… Estaba muy salado y bañarse en él era todo un placer pues flotabas que daba gusto…

Ahora, siguiendo mi periplo he vuelto a acariciar sus aguas. Este «Bajar Almait» o Mar Muerto es distinto de cuantos mares haya podido ver antes en mi vida. La enorme salinidad de sus aguas hace imposible cualquier vestigio de vida animal o vegetal en sus entrañas.

Es tan denso que cuando tiras desde algún pequeño acantilado una piedra con toda la fuerza de tu ser para que llegue lo más lejos posible… Ocurre algo extraño. En cuanto la piedra entra en contacto con el agua se pierde toda noción de lo real. El agua no empieza inmediatamente a vibrar y a arrojar hacia el cielo círculos concéntricos, sino que se toma su tiempo. Primero engulle la piedra, supongo que la sopesara, la acariciará, encargará a sus expertos que la midan y analicen su composición química, para pausadamente decidir. Decidir cuál será la reacción a tomar.

Mientras, una espera sentada al borde del precipicio, envuelta en un manto de ansiedad, cuándo bailará el agua… Hasta que al ratito y muy lentamente el agua empieza a elevarse en torno a ese punto donde se tragó a la piedra… Y tras la cresta, viene la caída, seguida de una nueva elevación. Poco a poco la superficie especular va convirtiéndose en pequeñas colinas apelmazadas que permanecen, que se mantienen indelebles, artífices de un complicado equilibrio, durante eternos instantes. Superficie convertida en pétreos plegamientos que parecen no querer partir.

Muy cerca del Mar Muerto, tierra adentro, brotan de las rocas enromes trombas de agua caliente que caen en forma de inmensas cataratas hasta tocar el suelo. Ponerse bajo esas columnas cristalinas supone soportar sobre unas pesadas avalanchas. Esfuerzo que la sabia Madre Naturaleza se encarga de recompensar regalándote saunas naturales incrustadas en la roca y en las que puedes descansar y regenerar los tullidos miembros. De este paradisíaco lugar llamado Hamamat Main fluyen caudalosas masas de agua hirviente en dirección del Mar Sin Vida que a unos diez kilómetros les espera. Ávidas amantes en búsqueda de las saladas aguas.

Y al llegar junto al mar, la naturaleza les ha preparado pequeñas piscinas excavadas en la roca, en las que pueden reposar y tomar su último aliento antes de desembocar en el gran charco de sal. Tanto estas aguas, por su elevada temperatura, como el Mar Muerto, por su elevada salinidad, podrían parecer mensajeros de la muerte y, sin embargo, es una sensación de suave plenitud la que rebosa del alma de una cuando te dejas mecer envuelta en su manto.

El lugar que te describo, donde ambas corrientes se unen, lo pude encontrar gracias a un chico. Al pobre le había asaltado un mediodía en Amán, rogándole que me acercara a la frontera de Israel. Me llevó, pero cuando llegamos ya la habían cerrado.

Ese mismo día por la mañana había estado haciendo cola pacientemente junto al Ministerio de Exteriores jordano en un chamizo que han erigido en sus jardines, que hace las veces de «representación palestina» y donde se supone que una ha de sacar el visado para visitar los Territorios Ocupados. Creo que el agobiante ambiente que se respira en esa cola es una tentativa subliminal para descorazonarte y convencerte de no ir. Sin embargo, mi ilusión por ver la Palestina histórica era tan grande que ningún obstáculo sería suficiente para disuadirme.

Mientras hacía cola había oído rumores de que el paso fronterizo lo chapaban a las doce, a la una, a las tres, a las cinco, a las ocho. Como siempre por estos lares, en lo que a horas se refiere, nadie sabe nunca nada con exactitud. Fobia subconsciente al pasar del tiempo.

Cuando tras empujarme entre las masas logré, ya hacia el mediodía, mi trocito de papel, bajé corriendo al centro, a la estación de autobuses. No quedaba ya nada y asalté a un joven taxista. Con las afiladas armas de una mujer fue pan comido convencerle de que me llevara. Eran solo una horita y media de camino. Llegamos a las tres. Al acercarme al puesto fronterizo los dos policías me miraron extrañados como pensando «¿Qué hace ésta aquí?». Habían cerrado a la una. Imposible convencerles.

Y ahora ¿qué hacer? Hoteles no había ni uno solo en toda la zona. Lo más próximo estaba en Amán… o… «en el Mar Muerto… Sería un pecado que te fueras de aquí, sin bañarte en las aguas de este hermoso mar». «¿Qué vas a hacer, Muna? Tienes que esperar hasta mañana. Hoy ya no puedes pasar». «¿Está muy lejos de aquí el Mar Muerto?». «No, muy cerquita». «¿Podrías acercarme y yo ya me quedo por ahí?».

Íbamos atravesando vergeles de cosechas a orillas del río Jordán… Hasta que a lo lejos se elevaba ante nuestros ojos una espesa nube de aire condensado. «Allí está el mar». Al poquito nos paró la pasma. O pagábamos la cantidad que decían o no podíamos seguir… Si el firme hubiera estado bien, tira que va, te podrías consolar pensando «nada, como los peajes de mi tierra», pero el camino era de cabras; el pobre coche no paraba de dar saltitos hacia el infinito de tantos baches que había en el firme. Quise pagar y no me dejó. Lo hizo él.

Empezamos a bordear el mar por una estrecha carretera, entre las montañas y el pequeño precipicio que iba a caer al mar. Majestuosas aguas envueltas en una nube de algodón. Irreal. Bello. «¿Dónde vamos?». «Quiero enseñarte mi lugar favorito». Y allá me llevó. Casualidades de la vida yo había pasado el día anterior en aquellas cataratas de agua caliente de las que te hablaba antes, sin tener ni la más remota idea de que el destino me enseñaría al día siguiente precisamente aquel punto del Mar Muerto al que iban a desembocar aquellas aguas.

Estuvimos dejándonos masajear por ambas aguas: tan pronto nadábamos en el mar de sal, como salíamos para sentarnos en esas piscinas de rocas y fuego a desalinizarnos y relajarnos.

Cuando el sol iba camino de las montañas palestinas, allá, del otro lado de este mar, decidimos trepar hasta un pequeño acantilado a despedirlo. Fue allí donde, mientras él tiraba sus piedras al mar, yo me maravillaba con el majestuoso estatismo con que el agua le respondía.

Levantó su brazo por enésima vez, la piedra gemía en su agarrotada mano, se balanceó hacia atrás y la lanzó. Se quedó pensativo unas décimas de segundo y dijo: «¿Qué vas a hacer ahora?». Buena pregunta.  «Me quedaré por aquí a dormir». «Está prohibido; se han de abandonar las playas antes de que se ponga el sol. Sólo podrías quedarte en aquel hotel que pasamos hace unos kilómetros». Aunque mi experiencia con hoteles no es muy grande, al pasar me bastó contar las cinco estrellitas, para inferir que con lo que me quedaba de presupuesto difícilmente me lo iba a poder permitir. «El hotel no». Silencio. Se puso en cuclillas y su mirada se perdió en el horizonte. Yo hice lo propio y me dejé llevar por la belleza del sol poniente. Entre percepción y percepción mi cavilante mente pidió ayuda y luego calló. Vi uno de los más bellos atardeceres de mi vida.

Se levantó, volvió a elevar su brazo y, mientras lanzaba la piedra, fluyeron sus pensamientos hacia mí en forma de palabras. «Si quieres volvemos a Amán, te quedas en mi casa, y mañana te vuelvo a acercar a la frontera». Le miré y sonreí.

Entré en su casa. No sabían quién era, ni de dónde venía, pero no parecía ser algo importante. Lo fundamental es que había entrado un huésped en su casa y había que agasajarla. Me senté en el patio sobre unos cojines. Alrededor mío, en círculo, su familia: padres, hermanos, cuñados y muchos, muchos niños.

Al instante pusieron ante mí una mesita baja repleta de esos deliciosos manjares árabes. Este es el paraíso de las vegetarianas. Un humus recién hecho, esa pasta de garbanzos con una textura intermedia entre crema y paté, que se recubre de aceite de oliva y se come convirtiendo mañosamente con las manos un trozo de pan en cuchara y sumergiéndolo en él. La mutabbal y el ful, similar a lo anterior, pero de berenjenas y de habas respectivamente. El falafel, pequeñas bolitas hechas de garbanzos y perejil, empanadas y sofritas; a medio camino entre croquetas y albóndigas, pero con un gusto muy particular. Exquisitos calabacines y berenjenas rellenos de arroz. Platitos con aceitunas y con todo tipo de especias que se comen untando primero el pan en aceite y luego en el correspondiente platito. Pesado para esas tardías horas del día, pero delicioso.

Su familia era encantadora. Son todos palestinos que llevan viviendo aquí desde la Guerra del sesenta y siete. Su padre tenía el aspecto de un gran patriarca, padre de seis hijos y siete hijas, era todo un «jadsh». “Jadsh” es el máximo título socio-religioso que puede recibir un musulmán y que obtiene tras su peregrinación a la Meca. El padre de Ibrahim ya había peregrinado dos veces a la Meca, lo que lo equiparaba con un santo devoto. La madre, quien seguramente no tenía más de cincuenta y cinco años, aparentaba unos setenta o setenta y cinco. Es el triste sino de la mujer musulmana de esa generación, tener cuantos más hijos mejor y trabajar sobremanera, por lo que sus cuerpos acaban siendo presas de la deformación.

Solo cuando yo había terminado de comer, se atrevieron ellos a probar los restos. Menos mal que no seguí el dicho castellano de «en casa del pobre reventar y que no sobre«, sino pobrecitos. Yo les había insistido para que comieran conmigo y como solo la madre picó algo, pensé que el resto ya habría cenado. No conocía la costumbre árabe por la que solo el huésped y las personas de más rango del hogar tiene derecho a comer primero. El resto ha de esperar los restos, si es que quedan.

Dormí en la habitación de las chicas. Es práctico el sistema. Las mismas colchonetas que usan para sentarse en ellas durante el día, son sus colchones nocturnos. Solo necesitan sacar de detrás de la puerta las mantas y extenderlas sobre los colchones y en un plis plas has hecho quince camas.

Por la mañana cuando íbamos a salir, vino hasta mí su sobrina pequeña y me metió en las manos un bolsito. La combinación de colores era un poco chillona, con rosas, amarillos y dorados, pero la cara de felicidad y el cariño con los que me lo daba me ablandaron el corazón. La levanté en brazos y le di un potente achuchón.

Esta vez el paso fronterizo no era un erial como el día anterior, sino que estaba a rebosar de filas inmensas de coches.  Aparcamos el suyo y fuimos andando. «Aunque aún quedan dos kilómetros hasta la frontera llegamos antes si vamos andando». Y tras él que me fui, con mi hermoso mochilón al hombro. Adelantamos a toda la fila de moribundos coches, que por la pinta que tenían se podría haber pensado que hacían cola a la puerta de un desguace. Ibrahim habló con el policía que estaba reteniendo la cola y me hizo un gesto para que le siguiera. A los trescientos metros de marcha en solitario, el primer coche que pasó nos paró y gentilmente nos acercó hasta la frontera.

La frontera era una estación de autobuses en la que comprabas tu billete, te sellaban el pasaporte, te subías a un autobús y esperabas. Me despedí de Ibrahim y me dispuse a esperar. Justo cuando el bus iba a arrancar, le vi volver corriendo. «¿Qué pasaba? ¿Me había olvidado algo?». Le pedí al conductor que me abriera un segundo y bajé. «Esto es para ti; se me había olvidado dártelo». E, igual que por la mañana, me plantificó un gancho de pelo rosa y dorado entre las manos. Si te digo la verdad, nunca creí que la gente aquí fuera a ser tan dulce. «Alf shokran» (mil gracias) y subí de nuevo al bus.

Este era el paso fronterizo del famoso Puente del Rey Hussein para los jordanos y de Allen-by para los israelíes. Mi teatrera mente siempre se lo había imaginado como un puente de película, grande, ancho, con policías a ambos lados y bajo el que fluían majestuosas las aguas del legendario río Jordán. Pero no. Una se subía al bus, este avanzaba por caminejos, entre ellos un raquítico puentecillo sobre un riachuelo diminuto, que al ratito aterrizaba en otra estación de autobuses y ya estaba una en Israel, bueno, no, en puridad una llegaba a otra estación de autobuses en la Palestina ocupada por Israel, no a Israel.

 

VI. El mar sagrado

¿Recuerdas cuántos seres de luz, tanto árabes como judíos, habitaron estas tierras semitas en la noche de los tiempos? Cuando aún el mundo vivía en las cavernas, en estas tierras semitas (y me refiero a estas tierras semitas en sentido amplio… desde el Mediterráneo al Índico) resplandecía espléndida la luz. A veces juego a recordar cómo vivíamos. La vida era más relajada que ahora, más armoniosa, pero seguía teniendo momentos duros. Aunque Ibrahim, nuestro gran patriarca Abraham, era sin duda alguna un ser de luz, recuerdo que lloré mucho cuando echó a su esposa Agar y al hijo de ambos Ismael al desierto. Temí que no fueran a sobrevivir. Menos mal que salieron de esa y Agar puedo convertirse en la abuela del pueblo árabe.

Otro recuerdo que cosquillea mi mente es de aquellos tiempos posteriores en los que formábamos parte de los esenios. Conocí a un hombre maravilloso donde los haya que se llamaba Aisa, nuestro venerado Jesús, que enseguida destacó por la inmensa pureza de su aura. Otro ser de luz.

Se me hacía extraño estar aquí de nuevo, después de tantos siglos de visitar estas regiones solo con mis recuerdos. ¡Ha cambiado tanto! Desde el cielo ya no se ven tiendas de beduinos por doquier, sino trozos de telas de colores. Unas blancas y azules, otras blancas, negras, rojas y verdes. Las primeras parecen ser las banderas israelíes, las segundas las palestinas.

Efectivamente, fue salir del paso fronterizo-estación de autobuses israelí y empezar un rosario de puestos de control policial, con sus multicolores insignias, todos en medio de carreteras desérticas bordeadas por la nada. Primero un puesto israelí, al que seguía uno palestino. Al poquito atravesamos un pequeño pueblo lleno hasta los topes de banderas palestinas y de palmeras. Esto ya empezaba a mosquearme y pregunté: «¿Dónde estamos?». «En Arija«. «Arija, Arija… mmmm… ¡Ah! claro, Jericó. Estamos pasando por la capital del territorio recientemente declarado bajo jurisprudencia palestina». Comuniqué mi descubrimiento a los turistas que viajaban conmigo, pues tenían en sus caras la misma expresión de despiste y alucine que la menda hacía unos instantes y se pusieron muy contentos. Al ratitín, de nuevo otro puesto palestino y tras él otro israelí. Ahora ya ni preguntaba, directamente explicaba a la peña que entrábamos de nuevo a Israel. «¡Adiós, Jericó, trocito de mi tierra palestina!»…

En un abrir y cerrar de ojos estábamos en Quds, la Ciudad Sagrada, Jerusalén. Es una ciudad sobre la que jamás me había puesto a fantasear y que tal vez por ello me impresionó tantísimo. Vamos a intentar reconstruir mi vivencia. Cógeme de la mano y déjate llevar. Acabas de dejar Jericó y avanzas con tu coche a trompicones entre una marabunta humana por callejuelas por las que apenas pasa un carro… llenas de árabes vendiendo, comprando, sentados en las aceras, hablando a la puerta de los locales… las mujeres con sus trajes largos y los hombres con sus chilabas… todos tapados hasta los dientes en pleno verano… «¿Dónde estoy?». «En Quds, en Jerusalén», te responden. Tu mente cavila si no es acaso esa la misma ciudad que los israelíes reivindican como su capital. «¿Judíos? Pero si es la ciudad más árabe que he visto en mi vida. No puede ser. Debo estar soñando». «No estás soñando. Espera que aún no has visto lo mejor».

De repente se extienden ante ti unos jardines verdes cargados de flores y palmeras y más allá unas murallas blancas. Ya puedes mirar a derecha o izquierda que las murallas tocan el infinito. Emanan una inefable armonía. Sus piedras compiten en riqueza pictórica con las nubes del cielo. Parecen formar parte de un complicado equilibrio de rectángulos perfectos… Suspendidas del aire por finos hilos, parecen tener cada una un sitio preestablecido en ese concierto de simetrías. Y ya puedes andar junto a sus faldas que no encontrarás ni un sólo remiendo, ni un sólo fruncido. Satén de brillo constante, solo interrumpido por la majestuosa incisión de siete puertas. Las siete entradas a la ciudad sagrada.

La más esplendorosa de todas, si es que entre cosas igualmente hermosas pudiera elegirse una vencedora, es el Bab Alamut o Puerta de Damasco. «¿A que cuando pasas por debajo de ella estrujadita entre seres humanos y entras en la ciudad con sus estrechas calles repletas de tiendas y puestos a ambos lados, con sus casitas bajas todas enjalbegadas… a que da la sensación de haber entrado a un país de juguete? Tanto bullicio de pregoneros y algarabías, tanto color de frutas, verduras, dulces, golosinas y demás enseres te absorbe… y absorta como estás es fácil tropezar con algún escalón y dar un traspiés, o sea que ten cuidado. En esta Ciudad de los Peldaños no hay coches ni modernidades que valgan. El tiempo no corre… El alma, sin embargo, vuela».

Vivir aquí puede ser un paraíso o un infierno, depende para quién. Te cuento. Dentro de estas murallas medievales ocurre que conviven muchos cultos y razas distintos. Para empezar, la ciudad está dividida, similar a como lo estuvo Berlín, la capital de Alemania, durante el periodo entre la Segunda Guerra Mundial y la caída del comunismo, en dos partes, pues Quds lo está pero en cuatro partes: una cristiana, una musulmana, una armenia y otra judía. Para continuar, paseando por sus calles notas donde huele a dinero y donde a pobreza… A menudo explotan casas en la zona musulmana como por arte de magia y al día siguiente hay un judío en la puerta queriendo comprar la casa. ¡Deleznable forma de recomprar la ciudad! ¿No te parece? Me gustaría poder ser más ecuánime y poder decir maravillas de los judíos, pero… desgraciadamente pasé tres días pateando esta hermosa ciudad y hablando con sus gentes… y para muchos árabes se ha vuelto lentamente un infierno.

¡Y pensar que son dos pueblos tan parecidos, cuyos idiomas provienen de una madre común y que sin embargo sienten un odio mutuo tan grande que se te mete en el cuerpo con cada bocanada de aire! Es triste que ambos pueblos tengan dentro de sí la misma predisposición al odio.

Ni el rezar junto al mismo muro, les ha acercado. Si cuando rezamos, tiramos al cielo flechas que salen de nuestros corazones y apuntan a las deidades, que teóricamente son amor, deberían las estelas que dejan las flechas ser a su vez vibrantes estelas de amor. Y, sin embargo, aunque ellos rezan junto al mismo muro al mismo Dios (pues el Yaveh judío es el mismo Dios que el Alah musulmán y que el Dios cristiano), sus flechas parecen pesadas piedras que se evitan, que luchan por no cruzarse, que… ¿Por qué lo hacen? Porque en esta hermosa Tierra, la de la Palestina histórica, se ha retorcido la Historia, la Historia con mayúsculas, para privarla de su justicia… Ojalá si se restablece primero la justicia histórica, el mismo Dios de todas esas religiones hermanas logre, por fin,  unirlos, y no ser una causa más de discordia entre ellos.

Los unos, los judíos, sostienen que el muro ante el que rezan, o como bien parece, ante el que se lamentan (pues se quedan de pie junto a él, se balancean hacia atrás y hacia adelante, al tiempo que lo van golpeando con su cabeza en señal de penitencia) es el último resto del que según los judíos fue el templo del Rey Salomón.

Atención al dato: el susodicho Salomón vivió en el siglo noveno antes de Cristo, y, por un lado, desde entonces esta pobre ciudad ha sido arrasada por completo en dos ocasiones -por el sirio Tiglatfalasar y por el romano Tito-  y asediada y herida de muerte otra infinidad de veces. ¡Cómo creer que ese pedazo de muro es el primigenio! ¿Para qué defenderlo hasta la muerte? ¿Valen más un conjunto de piedras que las vidas de seres humanos?… Pero… y, por otro lado, nada (en términos de excavaciones arqueológicas) ni nadie ha podido demostrar, con pruebas irrefutables en la mano, que ahí vivió realmente Salomón… Yo personalmente doy más credibilidad a la tesis de que Salomón vivió (y el Antiguo Testamento transcurrió) en Asir, actual Arabia Saudí.

Los otros, los musulmanes, controlan la Mezquita de la Roca, con su preciosa cúpula dorada, circundada de jardines, con una extensión que viene a ser la mitad del Jerusalén antiguo, y amurallada. Uno de estos muros se apoya contra el Muro de las Lamentaciones, y sin embargo parece que sus lamentos se esquivan para no unirse jamás. Los musulmanes afirman que esta bella mezquita construida por Abu al-Malik en el año 691 se erige sobre la piedra desde la que Mahoma se elevó a los cielos. De ahí que tras Meca y Medina, este sea el tercer Lugar Santo del Islam.

Pero, atención al dato; Mahoma murió en la actual Arabia Saudí en el 632… muy lejos de Quds. ¿Y cómo explicar que viniera hasta aquí para subir hasta el cielo? Un poco de rodeo ¿no? A inventiva no sé quién se lleva la palma si los judíos o los musulmanes…

Pero espera, que aún no te he contado lo mejor. En la parte cristiana de la ciudad, toda ella en el mismo estilo de hermosas casitas bajitas, de uno o dos pisos, pintadas de blanco, se encuentra la iglesia del Santo Sepulcro. Es otro testimonio fehaciente de lo que la imaginación humana puede labrar, no solo por la mezcla de cultos que en ella hay, reivindicando cada cual su superioridad, desde ortodoxos griegos, a armenios, a ortodoxos sirios, a católicos, a padres franciscanos, cada cual con sus hábitos y sotanas diferentes, marcando su especial toque de distinción… sino por su singular arquitectura.

Al entrar a la derecha hay unas escaleras que llevan al primer piso que, según cuentan, está construido sobre el Monte del Calvario. Incluso puedes meter la mano por un agujero y tocar una veta de la roca originaria.

Si bajamos de nuevo, volvemos a la entrada y de ahí giramos a la izquierda, llegamos a una gran sala circular, en medio de la cual hay un sepulcro. El emplazamiento de ese sepulcro, según cuentan, coincide con el lugar donde enterraron a Jesús. Si se recuerda lo que pone en la Biblia, lo bajaron de la cruz monte abajo y lo metieron en una cueva-sepulcro que había a las faldas de la siguiente colina. Conclusión: han levantado la Iglesia sobre ambos montes, puliendo las montañas cuando estas estorbaban y dejándolas cuando era interesante para el fidedigno recuerdo de la posteridad.

Otras cuestiones que a mi juicio asombran: ¿Cómo saber qué montes eran y dónde estaban? ¿Para qué cargárselos y edificar en su lugar un templo tan artificial, donde cada culto vende sus creencias como las verdaderas y únicas? ¿No fue acaso Jesús quien, según dicen, expulsó a los mercaderes del templo diciendo que en la casa de su padre no se comerciaba?

No dudo de que Salomón, Mahoma o Jesús fueran seres de luz, seres maravillosos, ungidos por la luz divina de Dios, sin embargo, mi corazón estalla cuando veo que los hombres son incapaces de considerarse hijos de un mismo Dios  y luchan a muerte por defender su parcela de la realidad. Como si su visión del mundo fuera la única verdadera… Cuando en el fondo solo la humanidad entera puede percibir la totalidad de la divinidad… Tu trocito de divinidad, más el mío, más el del otro, más el del de más allá, sea cristiano, judío, musulmán, ateo o agnóstica (como yo); solo la suma de todos estos trocitos puede mostrarnos la verdadera faz de Dios.

Relaja tus miembros… respira profundamente… ve imaginando un humo azul que entra por la planta de tus pies y que con cada bocanada de aire va subiendo poco a poco por tu cuerpo, limpiándolo y eliminando toda tensión que en él pudiera haber… Cuando hayas limpiado todo tu cuerpo, intenta conservar esa sensación de estar envuelto en una burbuja azul…

Ahora concéntrate… La concentración es el único instrumento que tenemos a nuestra disposición para relajar la mente… Ancla el barco de tus pensamientos a tu corazón… Escucha y siente el latido de tu corazón hasta fundirte con él… Mantén tu mente ahí anclada, no la dejes irse a la deriva; si fuera a naufragar, sácala de nuevo a flote…

Una vez que hemos liberado a nuestro ser de las tensiones de nuestro cuerpo  y de las divagaciones de nuestra mente y que ambos descansan, podemos intentar que nuestra alma salga del cuerpo en busca del Infinito… Meditemos, pues…

¿Llegaste a unirte a Dios en tu meditación? Y a que te susurró tiernamente al oído que es posible unirse con él estés donde estés sobre la faz de esta tierra. Dios, lo Sagrado, lo Divino, la Madre Tierra o Pachamama, lo Inefable, no solo están en esa Iglesia o junto a ese Muro, están ante todo y sobre todo junto al alma de cada ser humano y es ahí donde hemos de aprender a buscar su presencia.

Ven, dame de nuevo la mano, volemos. Ahora que nos estamos elevando sobre los tejados de Quds puedes ver con claridad sus hermosas construcciones monocromáticas… El blanco es el rey de esta ciudad. ¿Te das cuenta cómo es un círculo casi perfecto el que forman las murallas de esta ciudad? Allí al norte está la puerta por la que entramos, el Bab Alamut. Girando en el sentido de las agujas del reloj, a los pies de las murallas orientales se encuentran las faldas del Monte de los Olivos…

Aunque cuesta bastante subir a este monte, ya casi llegamos. ¿A que es preciosa la vista desde aquí con la exultante cúpula dorada de la Mezquita de la Roca en primer plano y tras ella el resto de la ciudad… un sinfín de puntos blancos? ¿Has visto cuántos olivos? Dicen que junto a este pasó Jesús sus últimas horas antes de ser ajusticiado.

Esto ya está mejor, desde aquí arriba la vista es mucho más chachi. ¿Ves esa enorme carretera que pasa rozando la muralla por su parte occidental y va toda recta hasta perderse en el horizonte? Es la llamada Línea Verde, esa línea que, al igual que el Muro de Berlín al que me refería antes, separaba los buenos de los malos. A la derecha, el sector palestino; a la izquierda, el israelí. Desde que en 1980 Israel declaró Jerusalén como la capital de su Estado y se anexionó Quds, Jerusalén Este (anexión que contravino y sigue contraviniendo la legalidad internacional), esa separación física ya no es tal.

Sin embargo, siguen pareciendo dos mundos aparte. Aunque ahora todos los letreros estén escritos en hebreo, incluso en la parte musulmana, todo Jerusalén Este, todas esas callejuelas que atravesamos al llegar a la ciudad y que rodean al reciento amurallado son inconfundiblemente árabes. Jerusalén Oeste, la parte israelí, a pesar de ser a su vez un mar de contrastes, sobre todo al anochecer, mantiene siempre el inconfundible toque de la sobriedad judía.

Con los primeros rayos de negrura de la noche Jerusalén Este muere; sus calles se convierten en mares de negrura, mientras que Jerusalén Oeste empieza a revivir. En el centro se iluminan todas las calles comerciales. Junto al centro, en el Russian Compound, el barrio de marcha de la ciudad, se reúnen masas enormes de jóvenes. Igual que en cualquier otra zona de juerga de Occidente, solo que con una vestimenta tan estrafalaria que te creerías en carnaval.

En otra zona de la ciudad, también muy cerquita del centro, se encuentra el Mea Sharim, el barrio ortodoxo judío. Es todo un espectáculo transitar por sus calles al anochecer. Están llenas de hombres todos vestidos de negro, con sus sombreros negros en forma de palangana y esos dos tirabuzones de pelo que les cuelgan cubriendo ambas orejas… Y sus mujeres, tapadas por completo… Deben hasta llevar medias en pleno verano… Impresiona… Parecen fantasmas en la noche.

¡Qué difícil es reconciliar dos mundos aparentemente irreconciliables, sobre todo cuando hay tantos intereses creados en Occidente para que esos dos mundos nunca se reconcilien… y qué fácil sería reconciliarlos con amor en el corazón y con legalidad internacional y justicia histórica en la mente!

A Cisjordania la llaman en árabe Daffa algarbía: la Ribera Occidental. Esta tierra que queda en la ribera occidental del río Jordán se extiende formando una elevada meseta hasta llegar a unos cuarenta kilómetros del mar en que suavemente comienza a descender. Quds/Jerusalén parece una gota penetrando esta meseta.

Una mañana decidí visitar Belén, en árabe, Baitallahem, nombre que significa la Casa del Pan, una pequeña y hermosa ciudad palestina situada en la cima y la ladera de una montaña muy pocos kilómetros al sur de Quds/Jerusalén y parte ya de la Cisjordania Ocupada. Entrañable ciudadita con sus casas enjalbegadas y su gran iglesia destacando por encima de todos los tejados. Al volver a Quds/Jerusalén, control policial en la carretera. Ineluctable inspección de todo vehículo y toda persona.

Esa tarde marché dirección al norte, vuelta a Cisjordania. Nada más salir de Jerusalén empieza la ascensión. En cada recodo del camino la vista es más espectacular… A los pies una piedra preciosa que se va difuminando en los colores  de la tarde hasta convertirse en un punto diminuto en el infinito. La carretera iba serpenteando por la meseta cisjordana hasta llegar a Ramallah, otra bellísima ciudad palestina toda encalada de blanco.

Me pregunto por qué se llamará Ramallah, o lo que es lo mismo: Dios se inclinó. Tal vez sea porque está situada al borde de la meseta  y ante ella se postra la tierra, se doblega y se inclina hacia el mar. En tardes claras, si desde sus colinas miras hacia poniente, se ven entre las brumas retazos de mar.

Ramallah es el centro político y universitario palestino, al tiempo que tienen en él su residencia muchas familias bien establecidas palestinas, así como muchos que viven en el extranjero y las usan solo como residencia de verano. En esta pequeña ciudad perdida de Cisjordania vi las mansiones más lujosas que haya visto en mi vida y conocí a una pareja de palestinos, en cuya casa me quedé, que son de los seres más deliciosos que me regaló esta tierra. ¡Con qué ternura me trataba ella! Parecíamos habernos convertido en cuestión de horas en hermanas de alma.

 

VII. Las flores del Mediterráneo

Si damos un salto en el vacío desde las colinas de Ramallah con una pértiga de goma dirección al mar caemos a orillas del Mar en un mar de contrastes. Me refiero a Tel Aviv y Yafo, puestas la una al lado de la otra a orillas del Mar Mediterráneo. Tel Aviv,  única capital de Israel reconocida hasta hoy por casi la totalidad de la comunidad internacional, una ciudad moderna, con sus edificios de varias plantas, sus centros comerciales, sus buenos restaurantes, marcha paralela a una larga playa. Yafo, antigua ciudad portuaria palestina, con sus casitas bajas encaladas de blanco, situada sobre una colina por encima del puerto, parece un gancho de plata que se mete en el mar.

La zona de Yafo que mira a Israel se ha convertido en un barrio bohemio muy cotizado donde la crème de la crème de los artistas judíos se ha refugiado para buscar la inspiración. La vista es tan bella que seguro que la encuentran. Pero… ¡cuántas familias palestinas ha conocido que fueron expulsadas de aquí y relegadas a campos de refugiados y para las que esta panorámica permanecerá para siempre ese gancho oxidado con el que se pincharán cada vez que se atrevan a abrir su baúl de los recuerdos!

Para llegar a Gaza yo tuve que volver a Jerusalén y de ahí me fui en el coche oficial de la embajada española, con banderitas y todo y con los coches de policía abriéndonos el paso. El cónsul era amigo mío y aprovechando que tenía que visitar a Arafat, me llevó. Pero ya que estamos en Yafo a orillas del mar, para no hacerte dar un rodeo, imagina que nos sentamos sobre una ola y que las aguas nos llevan mar abajo hasta depositarnos cuidadosamente sobre la inmaculada arena de las preciosas playas de Gaza.

Sabes que he visto mundo, sin embargo creo que nunca había visto playas tan hermosas. Entre que debido a sus tradiciones (y en Gaza están extremadamente apegados a las suyas) no se bañan y que a causa de la Intifada llevaban años sin poder pisar la playa, su arena es puro oro. ¡Crecen hasta flores en medio de la arena!

La Franja de Gaza, Kitaa Gazza, es un minúsculo territorio de unos cuarenta kilómetros de largo por doce de ancho e igual de verde y florido que la Vega Baja alicantina. Sus tres ciudades, las tres al borde del mar son de norte a sur: Gaza capital, Jan Yunis y Rafá que hace frontera con el Sinaí egipcio (poco a poco el círculo se va cerrando), aunque la Franja en sí está dividida en cinco gobernaciones (Gaza del Norte, Gaza, Deir el-Balah, Jan Yunis y Rafah).

Es curioso que, en principio, sea uno de los lugares de mayor densidad de población del planeta (cerca de dos mil habitantes por kilómetro cuadrado) y, sin embargo, cuando vas por sus caminos los ojos solo perciben regadíos, huertas e invernaderos. «¿Y los seres humanos? ¿Dónde están?». Hacinados en campos de refugiados. Al norte de Gaza capital hay dos: Shati, Costero, al borde del mar y Yabalia, Montañoso, en el interior; en Jan Yunis otro enorme, inmenso; y Rafah fue desde el principio, desde que fue creado en 1949 para atender a los 41.000 refugiados de la primera guerra árabe-israelí, un campo de refugiados.

En Jan Yunis estuve viviendo un tiempo en casa de Ismail Elfaqawi, un querido amigo a quien conocí en 1992 mientras yo estudiaba el quinto curso de Económicas y él hacía una Master en literatura inglesa, todo ello en Edimburgo, Escocia Y ese año que Ismail faltó de casa, su aguerrida esposa, Um Wisam, cuidó de los ocho descendientes de esa maravillosa familia: Hanan, la mayor, que era casi de mi edad; Wisam; Afaf; Meisoon; Mahmoud; Sharaf; Muhammed; y el pequeño Rajaa.

Es duro ver cómo casi todas las familias con ocho, diez y doce hijos viven en pequeñas casas con dos habitaciones, salón y cocina. El lujo occidental de una habitación para cada hijo o hija es impensable aquí. La Intifada construyó un muro gigante de cemento y silencios en torno a Gaza. Siete años de aislamiento han servido para forzar a los seres que la habitan a buscar los clavos, por ardientes que sean, a los que agarrarse para poder sobrevivir. Y ¡qué refugio suele quedarle al ser humano cuando la vida ahoga sino Dios! Lo triste es que estos pobres seres que  en su búsqueda desesperada apelaban a Dios han sido manipulados por los entramados religiosos. Ha vuelto la ley islámica a Gaza y con ella el fanatismo en su faceta más virulenta. Mientras que hace ocho años las mujeres podían ir vestidas como quisieran, hoy esto ha vuelto a ser un infierno. A pesar de ir con velo y falda hasta los tobillos, solo por llevar la camisa que me llegaba hasta el codo, me lapidaron verbalmente de tal forma que me dejaron perpleja.

Pero eso no me impidió ser tremendamente feliz el tiempo que pasé con la gran familia Elfaqawi. Incluso nos íbamos con Hanan a la playa y le estuve enseñando a hacer yoga… ¡Qué sensación tan intensa de completa felicidad cuando aúnas el bienestar del cuerpo a través del yoga con el bienestar del alma a través de una hermosa amistad y unos paisajes rebosantes de belleza!

Yo, a pesar de los pesares y a pesar de que Occidente ha invertido miles de millones en cortar de raíz los movimientos árabes democráticos y ha alimentado tanto el extremismo islamista como a regímenes, tanto monárquicos como republicanos, corruptos y muy poco democráticos, yo, en puridad, sigo diciéndole al mundo que el pueblo árabe tiene luz en su alma…

He conocido a tantos seres maravillosos, capaces de dar tanto, de compartir sin pedir nada a cambio hasta su último mendrugo de pan, de abrirte las puertas de sus casas y los postigos de su alma con una sinceridad plena, dispuestos a volcarse por una desconocida, y a darlo todo por ti cuando ya eres su amiga, amistad que además avanza rápido y con cimientos firmes… Así mismo, y en contra de la opinión generalizada, he conocido a muchos seres instruidos, dotados de una infinita lucidez mental y capaces de exponerte los males de su sociedad y sus causas con toda objetividad… He sentido mi alma vibrar de una felicidad sin límites… Y, aunque quise dejarles mis sonrisas, mis pensamientos cargados de amor y un enorme cariño, creo que me he traído conmigo mucho más de lo que les di.

Como te dije, el círculo se va cerrando. Tras convencer con ruegos y lágrimas a los guardias de la frontera de Raffah, que al no llevar visado no querían dejarme pasar a Egipto, fui bordeando el mar, con sus fantásticos palmerales, hasta cruzar en ferri el canal de Suez y llegar a Alkahira. La profecía se cumplió.

El avión se elevaba lentamente sobre El Cairo. El sol del mediodía iluminaba radiante el cielo. Primero sólo se divisaba el cemento de la ciudad. Poco a poco se iba percibiendo el verde vergel del estuario del Nilo, ensanche final de esa fina franja de verdor que acompaña al río en todo su recorrido. Todo eran manchas de colores; las manchas azules del mar, las verdes de los huertos y más allá de ellas, la nada, una infinita y ocrísima nada.

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